Cuando andamos en la vida cristiana escuchamos decir que debemos confiar en Dios sin importar cuál sea la situación que estemos atravesando, pero ¿qué significa esto? ¿Realmente lo hacemos?
La Escritura nos asegura que los caminos de Dios son más altos que los nuestros (Isaías 55:9), y por lo tanto toda sabiduría reposa en Él y no en nosotros, sin embargo, nuestro corazón pecaminoso en muchas ocasiones se resiste a la idea de no tener el control y no renuncia a transitar por los caminos que consideramos los más adecuados. Quizás en varias oportunidades lo hacemos sin darnos cuenta, es como si quisiéramos darle un pequeño empujón a Dios para que las cosas avancen como nosotros lo esperaríamos.
Afirmamos confiar en los planes de Dios pero nuestra necedad nos hace actuar como lo hizo Jonás (Jonás 1:3) pretendiendo ir en contra de la corriente para que lo que el Padre quiere, se pueda cumplir de otra manera: la nuestra; desconociendo que su decreto es inmutable y no falla, y que por más que lo intentemos, no habrá manera de torcer aquello que Él ya ha determinado de antemano para nuestra vida, pues aún el viento del mar levantará para encaminar nuestros actos. (Jonás 1:4)
Así pues, confiar en Dios no es solo tener confianza en que obrará en algún momento. Confiar en Él es depender plenamente de lo que hace en nuestra vida, es entender que sin importar la situación Él está con nosotros y su efectividad no depende de nuestro estado de ánimo. Dios es soberano y no necesita de un permiso que le demos o no para intervenir. Dios no está esperando inocentemente que demos el paso, que abramos nuestro corazón y le dejemos actuar. Él es el creador, quien sostiene el universo con sus manos y quien nos escogió desde antes de la fundación del mundo (Efesios 1:4).
Querido lector, nuestra necedad nos hará pensar que los caminos que planeamos son más efectivos, y tal vez así lo parezcan, pero tenga la plena seguridad de que no hay absolutamente nada que podamos hacer por fuera de lo que Dios demanda. Y cuando creamos que estamos llegando a la meta en nuestras propias fuerzas, solo descubriremos cuán débiles y minúsculos somos, y entonces, para dar el paso final clamaremos su auxilio.
Por eso, cuando la noche sea oscura o cuando el sol esté en su máximo esplendor, confiemos. Si la alegría nos desborda o si el temor nos nubla, confiemos. Todo lo que hemos de vivir Él lo ha establecido, y nosotros debemos tener la certeza de que sin importar el resultado al que lleguemos, Él nos sostendrá, porque en su divina voluntad -y a pesar de nuestro pecado- ha hecho todo para el bien de Su Pueblo (Romanos 8:28).