Hace algunos años recibí con gran emoción la noticia de que un famoso conferencista y predicador a quien yo admiraba tendría un evento en mi ciudad. Sin dudarlo adquirí las entradas para ir a verlo. Ese día, ni la larga fila para ingresar aplacó el entusiasmo que tenía porque empezara la gran noche. Sin embargo, a medida que avanzaba el evento y que este hombre exponía su mensaje, las preguntas llegaron a mí, y el deseo de salir corriendo de allí me invadía… todo lo que creía hasta entonces se derrumbó y Dios me hizo ver de frente todo lo que hasta ahora estaba mal.

¡Luces, cámaras y acción!

Pese a que era muy joven en la fe, llevaba varios años congregándome en una megaiglesia. La sentía como mi casa y me deleitaba en los mensajes que recibía cada fin de semana. Aceptaba con gran emoción las frases que me decían que todo lo que estaba experimentando pasaría, y que debía estar lista para recibir mi sanidad y las grandes cosas que Dios iba a hacer en mí si tan solo le dejaba entrar en mi vida. Ese era mi credo. Cada semana la iniciaba en el punto más alto del éxtasis, declarando que mi vida sería de éxito, que nada me derrumbaría y que superaría, si dejaba actuar a Dios, todos los obstáculos. 

Al finalizar la semana estaba tan desilusionada por ver que las cosas no eran tan fáciles, que deseaba fervientemente que llegara el domingo para “recargarme de fe”. Así anduve por mucho tiempo, viviendo una vida espiritual miserable. Nunca ningún pastor en esa iglesia me dijo que debía arrepentirme, nunca me hablaron del nuevo nacimiento, nunca fui confrontada por mi pecado y por la necesidad de rendirme a Jesús de forma plena. Hablar del infierno era acusador, exhortar a otros era juzgar, era sectario decir que el reino de Dios no es para los que le reciben en su corazón con una oración sino para los que Él llama.

La iglesia no era para mí el cuerpo de Cristo, su novia, su amada por quien había entregado su vida en la Cruz. En ese entonces era una dosis de adrenalina, mi fe debía recargarse con una jeringa cada semana, porque dependía emocionalmente de lo que se decía en el púlpito, del éxtasis de la alabanza y de la seguridad de una multitud. No dependía de Dios y su soberanía, sino de un motivador que me decía lo que quería escuchar. Me sentaba allí porque como bien decía el apóstol Pablo, tenía comezón de oídos (2 Timoteo 4:3) y quería que me animaran en mis propios deseos y que me dijeran que Dios me amaba (aun cuando no me arrepintiera de pecar contra Él).

¿Por qué no escucho a Dios?

La falta de discernimiento que tenía en ese entonces no solo se veía reflejada en la manera en que asumía el Día del Señor y la vida de iglesia. También tenía prácticas nocivas cuando me aproximaba a las Escrituras. 2 de Timoteo 3:16 dice que “Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia”, pero estas palabras no las vivía como debía ser; para mí la Palabra de Dios era muy parecida a un oráculo. Leía algún pasaje y cerraba los ojos para concentrarme y escuchar la voz audible de Dios… pero nunca pasó. Me culpaba por mi falta de fe, por no apropiarme como debía de las promesas, por no esforzarme y ser valiente como Josué. Según mis pastores, estaba limitando el poder de Dios. ¡Vaya herejía!

No obstante, cuando conocí la sana doctrina tuve que arrodillarme delante del Señor y pedirle perdón por haber tomado con tanta ligereza su Palabra. Acudía a ella como buscando amuletos o revelaciones personales. Quería verme reflejada en las proezas de los profetas o en las vidas de los mártires, dejando de lado que la gran hazaña, la más perfecta obra ya la había hecho Jesucristo por mí, si realmente creía en Él. Entendí que la Biblia no es un manual de promesas o buenos deseos hechos a mi medida, sino el pleno consejo de Dios que me instruye para toda buena obra  (2 Timoteo 3:17).  Allí encuentro mi norma de fe, que me da la directriz para tomar decisiones sabias en mi vida. Entendí que la Biblia no se trata de mí, se trata de Cristo.

¡Es tiempo de huir!

Fue entonces, mientras estaba sentada mirando a ese predicador, que mi vida se partió en dos. Veía a todos a mi alrededor riendo por los “chistes santos” y a los dos minutos llorando por haber llegado al clímax del mensaje. Usaban ciertos versículos para reforzar la intención de la conferencia: cómo ser más exitoso. Me sentía incómoda y quería salir de allí… Pero no había llegado lo peor: cuando terminó la exposición, el conferencista descendió del púlpito y fue rodeado por sus escoltas quienes intentaban protegerlo de la multitud que se agolpaba para tocarlo, como aquella mujer que quería tocar el manto de Jesús para ser sana, solo que aquel expositor era un charlatán, no era Cristo. 

Esta es parte de mi historia, y sé, querido hermano, que puede parecerle una narración ficticia, pero créame que no lo es. Es lo que se ve a diario en esas famosas iglesias. Lobos vestidos de ovejas que entregan un evangelio diluido. Yo lo viví, fui una ciega guiada por ciegos. Pero un día el Señor tuvo misericordia y me permitió salir de allí. Esa conferencia fue usada por Dios para llamarme genuinamente a sus caminos. Me arrepentí, me avergoncé por haberlo visto como un milagrero, fui a sus pies en oración y le agradecí por llevarme a Él.

Muchos hemos pasado por esto, hemos sido seducidos por el evangelio de las emociones. Dios lo ha permitido, esto no escapa a su control, pero así mismo nosotros somos responsables por no haber escudriñado las Escrituras como nos lo señala Juan 5:39. Fuimos culpables, pero Dios en su inmenso amor nos rescató. 

Así que, si usted ha sido uno de esos a los que el Señor ha redimido, damos toda la gloria a Él en agradecimiento por guardar a su pueblo. Si por el contrario, hay algún lector que se ha visto reflejado en esas prácticas dañinas que yo cometí, pero sigue congregándose en una de estas “iglesias”, yo le invitó a entregarse en oración al Dios que es grande en misericordia (Efesios 2:4) para que Él le guíe con sabiduría. No hay que esperar revelaciones individuales, hay que huir del pecado. Salga de allí, pero no corra sin rumbo, diríjase al que lo llena todo en todo, a la Roca, el Refugio seguro. Corra hacia Dios.