Cada día, todo el día, nos estamos relacionando con alguien o con algo.

Ya sea nuestra relación con el Señor, con nuestra esposa, hijos, padres, compañeros de trabajo, hermanos en la Iglesia, falsos hermanos, vecinos, enemigos, amigos, el dinero, el computador, la música, la televisión, etc., etc. Vivimos en una constante relación.

La palabra relación proviene del término latino relatio, y el diccionario la define como una “conexión entre algo o alguien con otra cosa u otra persona”, por lo que, como decíamos, todo el tiempo estamos en “conexión” o interactuando con otras personas o cosas. Todo se trata de relaciones. Absolutamente todo.

Aunque nos fuéramos a una isla completamente desolada seguiríamos actuando o relacionándonos, no solo con cosas o seres, sino con nosotros mismos. Y por supuesto aun ahí estaría Dios. Toda nuestra vida se compone de relaciones.

En Isaías 29:13, el Señor le dice al pueblo de Israel: “Este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí, y su temor de mí no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado”. Hacían lo que su religión les enseñaba que debían hacer, pero no se relacionaban en amor con el Señor. Es como si un hombre está casado y trabaja para darle lo necesario a su esposa. No solo eso, sino que mientras está en la casa también ayuda en las tareas del hogar. Se lo puede considerar un hombre muy responsable y diligente.
Pero tiene un problema: hace algunos años que las únicas palabras que cruza con su esposa son “hola” al llegar o despertarse, y “adiós” al despedirse. Tarde o temprano la esposa se cansará, ¿verdad? Así viven muchos creyentes. Su religión “no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado”.

En Lucas 10:25-37 encontramos a un respetado hombre religioso que sabía de memoria las Escrituras. No una parte, sino su totalidad. Lucas dice que era un intérprete de la ley, y esto era lo que aprendían desde muy pequeños los que luego llegarían a ser interpretes de la ley.
Pero este hombre con todo su conocimiento y respetabilidad solo tenía “un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado”.

“Y he aquí un intérprete de la ley se levantó y dijo, para probarle: ‘Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?’ Él le dijo: ‘¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?’” (Lucas 10:25-26). Con esta pregunta casi que me puedo imaginar a este intérprete de la ley sonriendo y disfrutando. Los religiosos judíos amaban discutir sobre esto. Alfred Plummer en su Comentario de Marcos explica esto: “Los rabinos dividían los 613 preceptos de la ley (248 mandamientos y 365 prohibiciones) en ‘importantes’ y ‘leves’, pero su clasificación era causa de muchos debates” (El evangelio según Marcos, p. 283).

Esta era la gran pasión de los maestros de la ley judía. Ni bien tenían oportunidad comenzaban un debate teológico sobre cómo entendían la ley, cuáles eran los preceptos “importantes” y cuales los “leves”, sobre esto y aquello. Se trataba de largas discusiones en las que cada uno quería demostrar su gran conocimiento y sabiduría. ¿Puedes imaginarlos? Entregaban sus vidas para conocer más y más las Escrituras y debatir de arriba a abajo aun las palabras más insignificantes formando así una larga lista personal de las doctrinas en las que cada uno estaba de acuerdo y las que no. Mientras que alguien demarcaba una nueva línea de pensamiento basado en cierta sección de la ley, el resto discutía si la integraba a su lista doctrinal o no, o si esta nueva línea de pensamiento la modificaban y los hacía formar una nueva doctrina sobre cierto aspecto de su religión.

Como ya dijimos, esta era la pasión de día y de noche de los maestros de la ley. Y Jesús le pregunta: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?”. No es muy difícil imaginar a este intérprete de la ley disfrutando entrar a un nuevo y largo debate teológico. Y responde: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo” (v. 27). Diciendo esto, mezcla dos diferentes textos de la ley: uno de Deuteronomio y el otro de Levítico. Lo que está haciendo este maestro de la ley es poner sobre la mesa su postura en la discusión de cuáles eran los preceptos “importantes” y cuales los “leves”. Su actitud es como si dijera: “Muy bien, comencemos el debate. Esta es mi postura. ¿Cuál es la tuya?” A lo que Jesús responde: “Bien has respondido; haz esto, y vivirás”.

Ja… “¿Qué? ¿Cómo ‘haz esto y vivirás’? ¿‘Haz esto’? ¿Cómo ‘haz esto’? Quiero mi discusión doctrinal. Comencemos a debatir. Aquí no se trata de ‘hacer’. Nosotros debatimos y debatimos nuestro conocimiento y sabiduría por horas y horas. ¿Cómo ‘haz esto y vivirás’?”. Este hombre respetado conoce a la perfección las Escrituras y lo que quiere es su debate, no vivir, “hacer” lo que conoce. Pero Jesús le dice “haz esto, y vivirás”. “Ponlo en práctica. Los preceptos que has mencionado no son para discutirlos, son para vivirlos. Ama a Dios y a tu prójimo. Esto debería encerrar toda tu religión. No todo tu debate diario, sino tu forma de vida”.

Esto, por supuesto, a este hombre experto en debates, no lo convence. Él quiere su discusión teológica. Se siente confrontado y quiere salir de sí mismo y volver a la lucha doctrinal. Por lo que vuelve al ataque: “¿Y quién es mi prójimo?” A lo que Jesús responde contándole la parábola del buen samaritano: “Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto. Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo. Asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él. Otro día al partir, sacó dos denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamele; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese”. Y el Señor le pregunta: “¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?” A lo que el interprete de la ley responde: “El que usó de misericordia con él”. Y Jesús concluye: “Ve, y haz tú lo mismo”.

El relato de Lucas sobre este episodio termina aquí, por lo que podemos ver que el ansiado debate teológico no fue como este hombre esperaba. Ahora, sinceramente me pregunto muchas veces: ¿cuánto de este hombre tenemos muchos de nosotros? ¿Todo nuestro cristianismo se compone de apasionantes debates sobre palabras, una lista teológica a la que le agrego o le quito nuevas y viejas doctrinas, incorporar conocimiento intelectual, aprenderme la mayor cantidad de historias posibles y escuchar y escuchar y escuchar y debatir y debatir y debatir? ¿Es esto nuestro cristianismo? Si es así, ¿sabes lo que nos diría Jesús?: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?” Y luego de que expongamos nuestra principal teología de amar a Dios y a nuestro prójimo, nos contaría la parábola del buen samaritano y tal vez concluiría algo similar.

El cristianismo se trata de que “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8). 1 Juan 4:11 dice: “Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros”. Y unos versículos después: “Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros. Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él” (1 Juan 4:16).

Si digo que amo a Dios pero no vivo en una relación genuina de amor con mi prójimo, entonces mi relación con Dios no existe. Solo tengo “un mandamiento de hombres que me ha sido enseñado”. Una religión fría y muerta que tiene cierto parecido al cristianismo, pero sin relación con Dios. Jesús le dijo a ciertos judíos: “Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39).

Hace un tiempo compré un libro de teología del Nuevo Testamento del profesor presbiteriano en divinidad, Frank Thielman, y me gustó mucho encontrar esto en la sección de agradecimientos: “La ayuda más útil de todas fue la de mi maravillosa esposa y querida amiga, Abigail… proveyó muchos recordatorios necesarios para que viera mi trabajo en este libro con los lentes de los asuntos más importantes de la vida: amar a Dios y amar a otros. La teología de que hablo aquí y en mis clases, ella la vive en la práctica día tras día, recordándome que lo que vale no es el asentimiento intelectual a la doctrina correcta, sino el apostar la vida de uno a la verdad del evangelio” (Teología del Nuevo Testamento, p. 12). ¡Qué cierto y qué ejemplo!

A través de las series Relacionándome, veremos cómo un cristiano debe relacionarse con el mundo que lo rodea. Con Dios, con su esposa, con su esposo, con sus hijos, con sus padres, con la Iglesia, en su trabajo, con sus enemigos, con sus amigos, con los perdidos, con el dinero, etc. Para esto nuestro ejemplo perfecto será Cristo. Esta primera serie se llama Relacionándome como Cristo, donde veremos por qué debo seguir el ejemplo de Jesús y cómo seguirlo, y luego dedicaremos una serie a cada ámbito que nos rodea. Repito, todo se trata de relaciones. Todos vivimos sin parar relacionándonos con alguien o con algo. No es cuánto sabes, sino cómo te relacionas con lo que sabes. La pregunta es: ¿Lo que sabes está reflejado en todas tus relaciones?
Tal vez digas: “Yo ya leí toda la Biblia”, pero yo te pregunto: ¿cómo te relacionas con eso que has leído? ¿La Biblia es la forma en que vives?

Nuestra intención es aprender juntos a hacerlo como Cristo. Hace poco leí en la introducción de un libro que trata sobre la humildad: “No escribo como una autoridad en el tema. Escribo como un compañero peregrino que camina con todos los lectores por la senda que nos marcó nuestro Salvador”. Este es exactamente el corazón de toda la serie.