Aunque comienza con ella, el verdadero calvinismo no acaba con la mente. Este punto se necesita enfatizar porque, aunque las personas que se identifican como calvinistas normalmente son fuertes de mente, no siempre son amplias de corazón. De esta manera, es especialmente importante comprender que el calvinismo no es solamente un conjunto de doctrinas, sino toda una manera de vivir.

Dios ha revelado las doctrinas de la gracia no simplemente para la instrucción de nuestras mentes, sino en última instancia para la transformación de nuestras vidas.
Aquí de nuevo, el profeta Isaías nos da el ejemplo perfecto, pues cuando vio al Señor alto y elevado, su propia auto-justicia fue totalmente destruida y recibió la verdadera justicia como un don de la gracia de Dios. Humanamente hablando, él era un hombre justo, aun antes de entrar en la habitación del trono de Dios. Como profeta, había dedicado su vida al servicio de Dios; no obstante, faltaba algo. Había profundidades en su propia depravación que todavía no había confrontado, y de esta manera todavía necesitaba una experiencia quebrantadora de tener la gracia de Dios aplicada a su culpa. Por expresarlo de manera anacrónica, aunque Isaías era un cristiano entregado, todavía no había llegado a ser plenamente calvinista.

Muchos pensamientos aterradores tuvieron que pasar por la mente de Isaías cuando vio a Dios en su trono santo. Francamente, él pensaba que era un hombre muerto, porque sabía que era imposible que alguien viera a Dios y viviera (cf. Ex. 33:20). “¡Ay de mí”, dijo, “porque… han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isa. 6:5). Isaías también recordó lo que le había ocurrido al rey Uzías, quien había muerto aquel mismo año. Uzías había sido uno de los monarcas de Judá de más éxito. Él fue un buen rey, un hombre que “buscó a Dios” e “hizo lo recto ante los ojos de Jehová” (2 Cro. 26:4–5). Sin embargo, Uzías se volvió orgulloso por sus hazañas y en su orgullo entró en el Lugar Santo para quemar incienso sobre el altar de Dios. Esto estaba estrictamente prohibido, de manera que los sacerdotes intentaron impedir la entrada del rey. Mientras discutían, Uzías fue herido con lepra, que le hizo ceremonialmente impuro y de esta manera estuvo forzado a abandonar el templo y nunca más volver a él. El rey vivió en reclusión hasta el día de su muerte como consecuencia de su ilícita entrada en el santuario sagrado de Dios (2 Cron. 26:16–23).

Teniendo todo esto en mente, Isaías estaba aterrado con la visión de la majestad de Dios, y con razón. El gritó: “¡Ay de mí!… ¡soy muerto!” La palabra “ay” es importante. En el capítulo anterior, Isaías había pronunciado seis ayes contra el pueblo de Jerusalén, condenándolos por todo desde la embriaguez hasta la ganancia inmoral de propiedades. No obstante, según las convenciones de la literatura hebrea (en la que las cosas normalmente vienen en números de siete), uno esperaría un ay más. Al pronunciar sólo seis ayes, Isaías parecía haber dejado algo pendiente.

Entonces el profeta vio al soberano Señor, sentado en majestad, y su ay se hizo completo. “¡Ay de mí!”, gritó, pronunciando el séptimo y último ay. Isaías sabía que estaba muerto. No había manera de que sobreviviera a este encuentro, ni mucho menos cuando que se unían los ángeles en la alabanza de la santidad de Dios. Todo lo que pudo decir es: “Soy muerto”. En otras palabras: “Se acabó. Estoy deshecho. Estoy devastado y desmantelado. Estoy destrozado. Dejo de existir”. Lo que abrumó completamente a Isaías fue una clara visión de su propia depravación. Él tuvo ahora lo que Al Martin llama “un profundo conocimiento experimental de su propia pecaminosidad”.7 Esto es lo que siempre ocurre cuando vemos a Dios en su trono: al verlo tal como es, nos vemos tal como somos también. Dejamos de compararnos con otros, y empezamos a compararnos con Dios. De esta manera, una verdadera visión de la majestad soberana de Dios siempre incluye una dolorosa conciencia de nuestra depravación radical. Cuanto más vemos la gloria de Dios, tanto más nos damos cuenta de nuestra necesidad de su gracia. Martin escribe: “Dios nunca hace calvinistas mostrándoles su gloria y su majestad, sin traer consigo esta proporcional exposición del pecado a la luz de su soberanía y su santidad”.8

Lo que es particularmente asombroso en el caso de Isaías es el pecado específico que él confesó: el lenguaje vulgar. Él descubrió que era pecador en un área de la vida en la que estaba más comprometido a hacer la voluntad de Dios. Isaías era profeta y como profeta su vocación era hablar la Palabra de Dios. En el transcurso de su trabajo, a menudo tuvo ocasión de pronunciar juicios contra los pecados de los demás. Sin embargo, él no había comprendido plenamente la profundidad de su propia depravación, y hasta que viera la gloria de Dios, no se dio cuenta de que él mismo era pecador de labios malos. Cuando fue confrontado con la santidad soberana de Dios, fue forzado a admitir que también él era hombre de labios impuros, un pecador como cualquier otro.

Además, Isaías reconoció que vivía “en medio de un pueblo de labios impuros” (Isaías 6:5). En otras palabras, tuvo una intensificada sensibilidad hacia la depravación de toda su generación. Esto es una corrección fuerte al tipo de mundanidad que ahora asola a la iglesia evangélica. En vez de ir con la multitud de postrarse ante la presión de la opinión pública, Isaías se dio cuenta de que sus contemporáneos estaban violando la santidad de Dios. Aunque esta comprensión le fue necesaria para cumplir con su llamamiento como profeta, también había el peligro de ser tentado a volverse orgulloso de sus propios logros espirituales. Lo que le preservó fue su inolvidable encuentro con la gloria transcendente de Dios, la cual produjo una directa confesión de su propio pecado personal. Posteriormente, cuando Isaías tuvo que confrontar los pecados de los demás, lo haría con un espíritu humilde de contrición.

Un espíritu penitente es una de los rasgos del calvinismo. El verdadero calvinista es un hombre o una mujer que se levanta por la mañana diciendo: “Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13). Esta confesión diaria trae consigo una sana desconfianza hacia la capacidad propia para la piedad y una correspondiente dependencia de Dios por su gracia. También capacita al cristiano a promover la santidad de Dios con toda humildad y amabilidad.

[7] Martin, Las implicaciones prácticas del calvinismo, 7.
[8] íbem.

Ryken, P. G. (2011). ¿Cómo es el Verdadero Calvinista? (pp. 9–11). Graham, NC: Publicaciones Faro de Gracia.