Dios no dejó a Isaías en sus pecados. Isaías reconoció que era pecador, que era demasiado impuro para estar en la presencia del Dios tres veces santo. Pero una vez que Isaías confesó sus pecados, recibió abundante gracia y misericordia: “Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado.” (Isaías 6:6–7)

Esto fue una poderosa demostración de la gracia salvadora. El ángel tomó un carbón del altar. En otras palabras –y esto es lo importante– el carbón vino desde el lugar del sacrificio, el altar donde el cordero tenía que ser ofrecido para expiar el pecado. Por consiguiente, Isaías fue reconciliado con Dios sobre la base del sacrificio sangriento. Esto es fundamental, porque sin el derramamiento de sangre, no hay remisión del pecado (Heb. 9:22).
Después, el sacrificio fue aplicado directamente al lugar de la culpa de Isaías. ¡Ssssss! El carbón encendido hizo contacto con los labios del profeta. Tuvo que ser espantosamente doloroso. Sin embargo era necesario, porque Isaías había usado sus labios para el lenguaje pecador. El ángel dijo: “He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado.” (Isaías 6:7) El toque del carbón ardiente simbolizaba dos cosas. Primero, representaba la remoción de la culpa del profeta. El sacrificio en el altar había removido la culpa general de la naturaleza pecadora de Isaías, la cual había heredado de Adán. Segundo, el carbón ardiente simbolizaba la expiación. El sacrificio había pagado el precio por los pecados particulares que Isaías había cometido, reconciliándolo de ese modo con Dios. Se tenía que tratar tanto su pecado como sus pecados, y Dios acabó con ambos. Isaías no hizo nada para remover su propia culpa o para pagar por sus propios pecados. Esto era el objeto de la gracia soberana, pues Dios tanto cumplió como aplicó su redención.
No hace falta mucha imaginación para ver cómo todo esto señala a la gracia que Dios nos ha dado en Jesucristo. La muerte de Cristo en la cruz fue un sacrificio que quita la culpa y el pecado y que expía los pecados. Su crucifixión sirvió realmente para cumplir nuestra redención. La obra del Espíritu Santo es la de aplicar esta redención al pecador individual. Lo hace con su gracia irresistible, tocando (por así decirlo) con el carbón ardiente de la expiación de Cristo directamente a los labios impuros de nuestro pecado. De esta manera, el pecador arruinado es reconciliado con el Dios que reina.
La única respuesta apropiada a tal asombrosa gracia es la de una profunda gratitud. Si Dios nos ha tocado con su gracia, y de este modo asegurando infaliblemente nuestra salvación, entonces nosotros debemos agradecérselo de corazón. El conocimiento de las doctrinas de la gracia causó el gran calvinista holandés Abraham Kuyper reconocier la necesaria relación entre la gracia y la gratitud. Como Kuyper observó, el verdadero calvinista es alguien “que en su propia alma, personalmente ha sido herido por la Majestad del Todopoderoso, y cediendo al abrumador poder de su amor eterno, se ha atrevido a proclamar su amor soberano contra Satanás y el mundo, y contra la mundanidad de su propio corazón, con la convicción personal de haber sido escogido por Dios mismo, y por consiguiente de haber tenido que agradecerle a Él y a Él sólo, por cada gracia eterna.”9
El apóstol Pablo estaba pensando como un verdadero calvinista cuando escribió, “por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Cor. 15:10). El sentido de la identidad personal de Pablo estaba determinado por su comprensión de las doctrinas de la gracia. Éra tan dolorosamente consciente de su propia depravación que en una ocasión se describió a sí mismo como el peor de los pecadores (1 Tim. 1:15). Por consiguiente, todo lo que alcanzó en la vida cristiana, se lo debía enteramente a la gracia de Dios en la elección y la redención. Él fue lo que fue, por la pura gracia de Dios. El reformador inglés John Bradford se hizo eco de la afirmación de Pablo cuando vio a un borracho que yacía en la cuneta y dijo: “De no ser por la gracia de Dios, ahí yace John Bradford”. ¡Él habló como un verdadero calvinista! Bradford conocía su propio corazón lo suficiente como para darse cuenta que era tan depravado como cualquiera, y que la única cosa que lo libraba de una vida de disolución y desesperación era la gracia soberana.
Es el conocimiento de tal gracia redentora que le hace cantar el calvinista:

Creación, vida, salvación también,
Y todas las demás cosas buenas y verdaderas,
Vienen de nuestro Dios y a través de Él siempre,
Y llenan nuestros corazones con alabanza agradecida.
¡Ven, alza tu voz al alto trono del cielo,
Y da gloria sólo a Dios!10

[9] Abraham Kuyper, Calvinismo: Seis Conferencias Fundamentales [Calvinism: Six Stone Foundation Lectures (Grand Rapids, Mich.: Eerdmans, 1943), 69].
[10] ames Montgomery Boice, “Da Alabanza a Dios”, en Himnos para una Reforma Moderna [“Give Praise to God,” in Hymns for a Modern Reformation (Filadelfia: Tenth Presbyterian Church, 2000), 9].

Ryken, P. G. (2011). ¿Cómo es el Verdadero Calvinista? (pp. 12–15). Graham, NC: Publicaciones Faro de Gracia.